Ocurre cuando Vito Andolini llega al puerto de New York a inicios del siglo XX. Allí, tras una larga travesía oceánica, el niño siciliano que viene huyendo de los mafiosi de su tierra, viene preguntado por su nombre. Retraído, no responde. El agente de inmigración de Ellis Island, lee su identidad escrita en un papel: Vito Andolini, de Corleone. El otro agente, encargado del registro de entradas de los inmigrantes, elimina el apellido del pequeño y convierte su lugar de origen en su identidad: «Corleone, Vito Corleone», escribe. Y nace un mito…

LA PATRIA DE VITO

A 80 minutos de Palermo, en plena introterra siciliana, se esconde del mundo el paese de Corleone. El sol abrasa sus calles durante el interminable verano. El invierno es largo y frío en este rincón rodeado de tierra de color amarilla y rocas grises. Montañas y campos la protegen y, a su vez, le producen su miseria. Al norte, la Cascada de las Dos Rocas marcan su límite, con el imponente monasterio de San Salvatore que se alza en una roca en lo alto, casi como escapando de quien quiere alcanzarlo.

Es mi segunda visita a Corleone, un lugar que me fascina. Para los que amamos el cine, nos hemos diplomado en cinematografia y hemos trabajado de ello, visitar Corleone se convierte en una obligación similar a la que un cristiano pueda tener de visitar Jerusalén o un musulmán de peregrinar a La Meca. «El cine es la patria de los cinéfilos», dijo una vez con razón José Luis Garci. Y en Corleone se encuentra uno de los lugares sagrados para nosotros… aunque no exista.

LA LEYENDA DEL DON

Porque Vito Andolini, el niño cuya familia viene masacrada por la Mafia dirigida por Don Ciccio y que con el tiempo se convertiría en el capo más temido de Long Island, no existió jamás. Vito Corleone fue fruto de la imaginación del escritor Mario Puzo y fue convertido en leyenda inmortal por la mano maestra de Francis Ford Coppola.

Pero caminando por las calles de Corleone, lo siento. La mística. Como Santa Teresa de Ávila entró en éxtasis religioso, algo similar me ocurre a mí aquí. Don Ciccio, que morirá en venganza a manos de un ya adulto Vito Corleone, es el álter ego de ficción de Salvatore Riina, infausto capo mafioso nacido en la localidad.

Actualmente, Corleone trata de lavar su nombre y desvincularse para siempre de la figura que le dió fama. Habilitada para el turismo, los guías de la villa ofrecen dos trayectos para visitarlo; dos senderos que representan los dos pilares bajo los que se sustenta la localidad: la Vía de la Legalidad y la Vía Religiosa. La primera tiene como punto fuerte la visita a la CIDMA (Centro Internacional de Documentación sobre la Mafia-Antimafia), donde se rinde homenaje a los añorados Giovanni Falcone y Paolo Borsellino. La segunda, como símbolo de penitencia, recorre las ocho iglesias del pueblo.

Un delicioso Pane Cunzato y un sabroso trozo de pizza en un pequeño Panificio local, me dan fuerzas para hacer el viaje de retorno a Palermo. De camino al coche, caminando por sus estrechas callejuelas de color terroso, cierro los ojos y siento. Siento a Michael casarse con Apollonia; siento la traición de Fabrizio; siento a los esbirros de Don Ciccio de caza, gritando: «¡Vito Andolini!¡Vito Andolini!»; a Vito regresar a Corleone para llevar a cabo su venganza… La vida del clan de los Corleone, que sólo existen como iconos de la cultura popular. Ni siquiera las escenas sicilianas de El Padrino fueron filmadas aquí. Y sin embargo, ese aura aquí reside. Echo una última mirada al pueblo. Ese cuyo nombre cuando se dice en voz alta evoca, impone, inflige… Desde la distancia, y antes de que su efigie se pierda entre las montañas y las rocas sicilianas, pienso: «Corleone… Nunca un lugar le debió tanto a algo que jamás ocurrió…»