Tennessee Williams conocía como nadie el Sur de Estados Unidos. El brillante escritor americano había nacido y crecido en Mississippi y es por ello que la mayor cantidad de sus obras, tanto literarias como de teatro las ambientó en ese marco geográfico de folklore y cultura tan marcadas.

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Es en Nueva Orleáns donde transcurre la acción de Un tranvía llamado Deseo. Y la paradoja del espacio es que es tan importante para la historia como que es casi imperceptible al mismo tiempo. Sabemos que la casa a la que llega Blanche está situada en el Barrio Francés , el más característico de la capital de Louisiana. Es necesario que sea allí, porque todo huele a añejo, a madera carcomida y a un esplendor palaciego que ya no existe, como la madura Blanche. Por su cambiante climatología: el calor húmedo convierte las camisetas de Marlon Brando en un paño de sudor y nos descubre su torso de machista dominante; la tormenta que sirve como metáfora de las relaciones violentas entre los personajes; la niebla que cubre los pantanos y la mente de Blanche.

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Pero apenas sí podemos contar con los dedos de una mano la cantidad de exteriores que se nos muestran. La mayor parte del metraje ocurre dentro del rancio apartamento de Stanley y Stella, por donde paseamos a través de la excelente dirección de Elia Kazan, que parecía ajeno a cualquier signo de claustrofobia y sabía experimentar con la cámara en espacios cerrados, dando especial importancia al encuadre. Los personajes se mueven en ese mero espacio donde se amontonan las maletas de Blanche y los platos sucios durante casi la totalidad de las dos horas del film. La elección de ese único espacio es natural, tratándose de la adaptación de una obra de teatro.

Y como obra teatral que se adelanta a la posterior La gata sobre el tejado de zinc  (Cat on a Hot Tin Roof, Richard Brooks, 1958), también una obra de Tennessee Williams, los diálogos tienen una importancia casi trascendente para el discurrir de la película. Y los actores bien lo saben, que se aprovechan de la genialidad de ellos para sacar a relucir todo su talento. Especialmente memorable es el toma y daca que mantienen un jovencísimo Marlon Brando y Vivien Leigh. Dos actores de estilos opuestos cuya química en pantalla es fascinante.

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Pero a pesar del revolucionario estilo del método Stanislavsky que Brando y una nueva generación ya estaban trayendo consigo al cine, es la inolvidable Scarlata O´Hara de Lo que el viento se llevó la que se lleva el gato al agua en esta ocasión. Ganadora del Oscar a la mejor actriz de ese año por el film de Kazan, Leigh lo borda como la desequilibrada Blanche DuBois, quizá porque Leigh sufría también de bipolaridad en la vida real y sabía de qué se estaba hablando. Sus miradas, sus movimientos y sus ropas de princesa grotesca nos transmiten todo el tormento interno de su personaje, esa fragilidad mental que se va rompiendo por momentos. Una víctima de sus circunstacias, que se mueve en la oscuridad, en el blanco y negro maravilloso creado para esta película por el gran Harry Stradling. Una mujer débil, alejada de cualquier rasgo de femme fatale, a la que la luz le provoca molestia y se siente obligada a difuminarla con una linterna china. La Blanche de Leigh es una mujer que se hunde en la fantasía y en la bondad de los extraños para rehuir los golpes de la vida, para superar la violación de los salvajes machistas que la rodean y de los hombres que se aprovechan de esa inestabilidad en su cabeza para acostarse con ella.

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Un tranvía llamado deseo es una grandiosa obra que transita por la locura de una mente enferma y cuya parada final es el infierno.