SPOILER: Dogville es un pueblo imaginario, sito en algún lugar de Estados Unidos, en algún momento impreciso de la historia. Es tan artificial que no es más que un plató de rodaje; es tan teatral que los nombres de las calles están escritos en el suelo. Es un experimento cinematográfico tan radical como su trama. En este aislado rincón del mundo, donde el tono de la luz varía a golpe de foco, sitúa Lars von Trier a una comunidad de gentes a través de la cual el director danés desgranará de manera cruel las miserias y las imperfecciones del ser humano.
Dogville es una de las más viscerales radiografías jamás realizadas sobre la condición humana. Es la visión de un cínico, pero también la de un ojo analítico; en definitiva, es la visión del mundo de un observador al que le resulta difícil creer en el ser humano como un ente lleno de bondad.
Dogville, literalmente «pueblo de perros», incomoda (como casi toda la filmografía de von Trier) porque plantea cuestiones que incomodan al ser humano. Se hace preguntas que a uno le hace removerse en su asiento, y mucho más molestas son las respuestas que uno puede plantear. ¿Puede un violador o un asesino ser víctima por sus circunstancias? ¿Es la imperfección del ser humano lo que nos hace humanos o es la humanidad y conceptos como el amor, la solidaridad con el prójimo y el dar sin recibir lo que nos humaniza?
En ese pueblo en el que un perro invisible llamado Moses ladra cada vez que un extraño mete pie en su territorio, Lars von Trier nos sumerge en un mundo enfermo a través de un narrador cuya voz en off sirve como contrapunto irónico del relato, donde las casas no tienen puertas ni paredes porque todo el mundo conoce y ve lo que hace el vecino, así como el espectador. A ese contexto tan complejo llega escapando para refugiarse Grace (una excelente Nicole Kidman), mujer estoica de incierto pasado, que será sometido a todo tipo de vejaciones por parte de los habitantes del pueblo: será maltratada, violada, golpeada y finalmente esclavizada, collar y campanilla en el cuello mediante.
¿Puede haber perdón para una comunidad de seres humanos que cometen semejantes fechorías? Lars von Trier lo tiene claro. No rotundo. Cuando Grace, convertida en mujer empoderada y figura altanera de un grupo mafioso que dirige su padre, desata su ira final contra el pueblo al que arrasa a sangre y fuego, se nos revuelve el estómago. Y lo hace no sólo por la visceralidad de planos en los que se fusilan niños y bebés; si no porque cada uno de nosotros casi queremos que eso suceda. O sin el «casi». Dogville desaparece del mapa y sólo sobrevive el perro Moses, un rabioso can que finaliza ladrando a cámara, pero el único ser que merece la piedad de Grace porque todo lo que hace, cada acto que lleva a cabo, lo hace siguiendo su instinto canino, sin la maldad que la razón lleva aparejada consigo.
Dogville es una película que entronca muy bien con las ideas nazis que alguna vez ha abrazado en público su director. Y considerarla una obra maestra provoca escozor, porque roza el fascismo más absoluto. Y sin embargo, eso es lo que es. Una obra maestra. Esa es la grandeza de von Trier: no te deja más remedio que aplaudirle aunque uno no esté de acuerdo con su visión del mundo.
Endika Brea Berasategi