(Relato corto de «EL EREMITA» , que formará parte de un futuro libro en homenaje a Galicia). 

Para Man…

Dicen que había sido profesor de Arte en alguna Universidad de Suiza, aunque todo en su vida sería un gran misterio en las siguientes cuatro décadas que duró su existencia. Nadie sabe a ciencia cierta cómo llegó ni por qué a Camelle. Ni mucho menos por qué decidió vivir como un eremita.

Manfred Gnädinger, así se llamaba, decidió marcharse a la Costa da Morte para vivir como hombre primitivo. No se compró una casa porque no creía en la propiedad privada. En lugar de ello, se fue a vivir a las rocas al lado del mar. Las rocas decidieron hacerle compañía y se pusieron a vivir también, gracias a las formas que él les daba: una convertida en caracola gigante, otra en una extraña forma arquitectónica.

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Como todo lo único, Manfred se convirtió muy pronto en una atracción turística. A él no le importaba recibir huéspedes. Los niños que lo visitaban tenían que dibujar en un pequeño cuaderno las formas multiformes que él había esculpido en las rocas, y después las corregía. Aún le quedaba ese espíritu de profesor, esta vez alternativo: de profesor vital, alejado de las leyes que obligan a puntuar cada trabajo del alumno, sin importar el esfuerzo puesto en el camino.

No hablaba bien el idioma, sus expresiones gramaticales eran apenas un farfullo germánico, que unido al taparrabos que usaba como única prenda para ocultar sus partes púdicas y su larga barba y melena felina al viento, podía asustar al más susceptible creyente del coco.

Las algas eran su único alimento, y muy raras veces, para celebrar algún rito pagano que sólo estaba en su cabeza, quizá se daba un festín con otras hierbas del entorno.

No sabemos si alguna vez leyó Robinson Crusoe y se volvió loco como Alonso Quijano leyendo novelas de caballería. Pero este Don Quijote de la naturaleza decidió aislarse del mundo y vivir en paz y armonía, con él mismo y con el entorno. Y por eso quizás, eligió Galicia como su lugar de la Mancha.

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Muy lejos le quedaban a Manfred los periódicos y las televisiones que durante las cuatro décadas que vivió como anacoreta en su cueva desinformaban a la población ora diciendo que el hombre había llegado a la luna, ora diciendo que un muro levantado para separar humanos había caído mientras los humanos se separaban aún más; ora que el neoliberalismo y el libre mercado habían triunfado… Todo eso quedaba fuera de la cueva de Man, que así lo llamaban los vecinos.

Pero un maldito día, Man también se enteraría que el libre mercado había triunfado en el mundo. No le harían falta para ello los medios masivos de desinformación. Serían las mismas algas, los peces y el agua de la Costa da Morte con los que vivía una historia de amor quienes se lo hicieran llegar al oído.

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Levantadas las fronteras del comercio, gracias a nomenclaturas como el FMI, el Banco Mundial o la OMC, ininteligibles para el buen alemán de Camelle, un barco con bandera de Bahamas llamado Prestige aniquiló la belleza de aquel entorno único en riqueza. Cuando su querida mar se tiñó de luto por el petróleo, Manfred cayó en depresión.

Cuando a las gaviotas, a los peces, a las rocas y a todo el marisco los maquillaron de negro chapapote, a Manfred todo ello le pareció un carnaval pesadillesco.

Así se enteró Manfred del triunfo del neoliberalismo y del libre mercado. De la Globalización que no deja vivir libre ni cuando uno mismo se aísla. Intuyendo la polución de un agresivo mundo que comenzaba a rodearlo a él, a Galicia y a la naturaleza, Manfred se metió por última vez en su cueva. Allí sintió por postrera vez el olor penetrante de lo que llamaban el oro negro, aquel que le había traído su ruina.

Manfred murió de pena por aquella mar y aquella tierra…

Endika Brea Berasategi