“Prometo 30 goles(…) Mi objetivo es ser campeón del mundo y el mejor jugador en el Mundial de Estados Unidos el año que viene”. Así se presentó Romario da Souza Faria cuando aterrizó en Barcelona en julio de 1993. Tantos y tantos soltaron perlas similares en tiempos venideros, pero sólo Romario estaba en el grupo de los elegidos. Sólo él podía prometer y hacer. Sólo él podía motivarse y ganar partidos solo. Sólo él era capaz de salir por la noche, llegar de reenganche al entrenamiento y hacer parecer a cada defensa internacional que se le ponía por delante un muñeco hinchable de esos que simulan ser barreras en los entrenamientos.

Romario iba sobrado. Muy sobrado. En todo lo que hacía. Txiki Beguiristain dijo años después que “uno lo miraba en los entrenamientos y tenía la sensación de que se estaba preparando para ser campeón del mundo”.

Romario había barrido a todo el que se le había puesto por delante en la Liga Holandesa. 165 goles en 163 partidos le habían bastado para romper récords en el PSV Eindhoven, a donde llegó en 1988 cuando el equipo neerlandés se había coronado campeón de Europa. Allí ganó tres ligas, tres galardones a máximo goleador y dejó goles para el recuerdo, como aquel en el que dejó a portero y defensa contrarios simultáneamente en el suelo.

En julio de 1993 el frío de Eindhoven le pareció suficiente y Josep Lluís Núñez puso 1.000 millones de las antiguas pesetas sobre la mesa. Así llegó a Barcelona, y así llegó la época más dorada de su carrera. Cuando más motivado estuvo. Cuando supo que era su momento. Porque Romario quiso que su carrera fuese una carrera de momentos. Los que elegía él. Si con sólo eso llegó a anotar entre 750 y 1.000 goles oficiales dependiendo de las fuentes, uno se pregunta qué hubiera pasado si aquel baixinho que “decía lo que pensaba sin pensar lo que decía”, hubiera decidido que el fútbol era lo primordial en su vida.

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Pero no lo era. Sólo era un juego. La extensión de las parrandas nocturnas. El balón era para su día, lo que los bailes y las copas eran para su noche. Curioso que sin ese carácter quizá no hubiese jugado con el estilo con el que lo hacía. Si Romario hubiese querido ser mejor, a lo mejor no hubiésemos conocido a Romario. El fútbol era samba para el primer bajito mágico del balompié y la noche era fútbol. Cada gol tenía aroma de mujer, y cada mujer que conquistaba tenía el aroma del gol. Así era Romario. Tan humanamente imperfecto en su perfección como futbolista.

La Real Sociedad aún tiene pesadillas con su debut. Osasuna quizá decidió bajar a Segunda aquel año porque no quería volver a verlo delante. Roberto Solozábal aún busca el balón 25 años después con intenciones de despejarla y Rafa Alkorta aún hoy no quiere ni oír hablar de los bovinos ni de sus colas. 30 goles y algunos golazos nos dejó en aquella temporada inolvidable: la 93-94. Guardiola y Laudrup hincharon sus estadísticas de asistencias gracias a él. Y él se hinchó a goles gracias a tanta calidad en los pases.

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En Estados Unidos, en el verano de 1994, Brasil conquistaba el cetro 24 años después de Pelé. No había sido fácil la clasificación mundialista. La derrota por 2-0 en Bolivia había dejado a la canarinha con un partido a vida o muerte contra Uruguay por la clasificación directa contra el mismo rival y en el mismo estadio donde 43 años antes Juan Alberto Schiaffino y Alcides Gigghia habían hecho estallar el Maracanazo. Romario, fuera de las listas precedentes por indisciplina, fue reclutado a filas para la decisiva batalla. La que haría perder o ganar una guerra. Un cabezazo similar al que conseguiría en las semifinales del Mundial ante Suecia abría la lata en el minuto 70. Tras una recuperación de Mauro Silva y un pase al hueco de éste, Romario encara al portero y con un gesto de cintura parece que va a driblar al arquero hacia la izquierda,  pero se va en una fracción de milésima hacia la derecha. Imparable. El portero uruguayo Siboldi por los suelos, el Maracanazo 2ª parte enterrado, Romario elevado a héroe nacional y Brasil en el Mundial.

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Con un mediocampo formado por Zinho, Mazinho y Requetezinho (a los que futbolísticamente conocimos como Mauro Silva y Dunga), Parreira se agarró a la clase de la dupla atacante para desplegar a cuentagotas el jogo bonito clásico de la seleçao. Esa dupla eran Bebeto y Romario. Solos llevaron a Brasil al tetracampeonato mundial. Y a Romario al Balón de Oro. El gol de Romario ante Camerún narrado por Matías Prats hijo como “Romario, Romario, Romarioooooo… nadie le puede detener” es explicativo de cómo fue aquella selección carioca tan diferente a su historia.

De puntera, a bote pronto, de cabeza ante la defensa más alta del mundial… de todos los colores los metió Romario en América. Dos meses atrás en Atenas, se gestó el fin del Dream Team. Romario no pudo ayudar a levantar la segunda Copa de Europa al Barcelona. Se topó contra Maldini, Tassotti, Baresi y Costacurta, los mismos que el 17 de julio de aquel año le impidieron anotar gol alguno en la final contra Italia. El penalty de la tanda final no lo falló. En su duelo particular por conquistar el Olimpo de los Dioses salió vencedor cuando la pena máxima de Roberto Baggio se perdió en el cielo californiano, sellando un destino cruel para el budista italiano de la divina coleta. Era el tiempo y la era de Romario.

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Cuando volvió a  Barcelona con un mes de retraso perdido en las madrugadas de Río de Janeiro celebrando ser el mejor del mundo, su destino con Cruyff estaba decidido. Y en Europa también. El Flamengo le sirvió como refugio copacabanero antes de que Luis Aragonés le pidiese que le mirase a los ojitos. Sólo Jorge Valdano le repescó en su corta etapa al mando valencianista. Sólo un poeta de la palabra convertido en entrenador de fútbol como Valdano, podía entender a un artista del fútbol favelero y garrinchero como era Romario. Pero en Valencia no estaban para poesías y mandaron a uno y otro a filosofar y a hacer filigranas a otra parte.

Fla, Flu, América de Río, Al Sadd, Adelaide United o Miami fue donde O Baixinho más mágico de la historia del fútbol se paseó dando lecciones y abusando de todo rival al que empequeñeció cuando incluso ya había cumplido los 40. Una lesión le dejó sin Francia 98 y una decisión le dejó sin Japón y Corea 2002. El fútbol moderno ya estaba entrando con todo su arsenal para desplazar a futbolistas como él.

Se exigían extraterrestres, como lo calificaron a Ronaldo Nazario da Lima. Romario no lo era. Era de este mundo, de las calles pobres de Brasil. Del pueblo. No era una máquina que se rompía de vez en cuando los tendones de tanto esfuerzo. Era un chapulín que disfrutaba de las playas, de la noche y de involucrarse con el populacho. Muchos no lo entendieron; a la magia siempre se le exige que muestre su truco. Sólo unos pocos entendieron que su fútbol no podía ser atado a una disciplina. Romario no estaba hecho para ser de un equipo ni para hacer equipo. Pero su presencia individual bastaba a cualquiera para aficionarse al fútbol y al equipo en el que jugaba. El Dream Team de Cruyff quizá fuese menos Team que nunca con él, pero desde luego nunca fue más Dream que con Romario.

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Quizás el gran Jorge Valdano, por quien siento una debilidad enorme, se acercase en algo a la verdad cuando calificó al carioca como “un futbolista de dibujos animados”. A todos nos viene a la cabeza Oliver y Benji cuando queremos situar a Romario en esa frase. Pero hasta Valdano falló en su apreciación. Porque yo vi jugar a ambos, a Romario y a Oliver Aton, y les puedo asegurar que, como la realidad supera siempre a la ficción, Romario fue mucho mejor que Oliver Aton.

Gracias por tanta magia, y por aquel año 93-94. Si hoy llevo siguiendo fútbol un cuarto de siglo es, en gran parte, por usted, Baixinho.