La llegada de Neymar al PSG debe hacernos meditar de una vez por todas en lo que se ha convertido el fútbol. El fichaje del astro brasileño por un equipo de nuevos ricos dispuestos a pagar 222 millones por los servicios profesionales de una persona no es más que el último eslabón de una cadena de despropósitos que se ha salido  fuera de control. Esa cadena de despropósitos fue una vez un deporte. Y se llama fútbol.

Marcelo Bielsa ya avisó que el fútbol pertenecía cada vez menos al aficionado y sí más a los empresarios, que tratan a los equipos de fútbol como si fueran compañías, sin importarles la posible adhesión emocional que toda escuadra conlleva.

Los equipos de fútbol se han convertido en conglomerados multinacionales que estafan a los aficionados que amamos a este deporte. Y o bien hacemos una crítica profunda de hacia dónde está andando esta sociedad con respecto al fútbol o bien merecemos el calificativo cuanto menos de menos.

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Y es que es lícito que el PSG pague 222 millones por un futbolista. Lícito. Como que el Real Madrid, que fue quien seguramente infló los precios de mercado en su día con su política (y políticos) de galácticos, se gaste 100 millones de euros dos veces en dos personas. O que el Manchester United pague 106 millones de euros por otro ser humano. O que compre a otro jugador por 75 y lo venda por 63. O que compre a otro por 85. O que el Chelsea pague por un suplente 80 millones. Es lícito. Lo que no creo que sea es moral ni ético. No es moral ni ético porque detrás de esas cantidades lícitas exageradas por los servicios balompédicos de un ser humano, se esconden muchas más cantidades en negro; números evasivos a la legalidad establecida que se escapan mientras al ciudadano de a pie se le exigen esfuerzos y sacrificios mientras se le recortan libertades y gastos sociales: mientras se le recorta, en definitiva, la dignidad y la libertad (si existe). Ahí tenemos al presidente de la FIFA acusado de corrupción. Ahí tenemos al presidente de la RFEF acusado de corrupción. Y que se siga tirando de la manta, porque como en todo negocio, el fútbol se ha llevado consigo a casa la corrupción, los engaños, las desigualdades, los dobles raseros, la lucha de clases.

 

No es moral ni ético porque el circo para el pueblo que siempre fue el fútbol, perdió la ola de romanticismo que alguna vez tuvo. Y pareciese además que cuanto menos pan hay para el pueblo, más circo pide éste, provocando altercados por doquier en partidos de futbol que son disputados hoy día por empresas de élite.

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Mientras los aficionados se pegan entre ellos, los empresarios sonríen mientras se fuman sus puros y se comen sus menús de estrella Michelín. Mientras el aficionado paga 80 euros por una entrada y 100 por una camiseta con el número y el nombre de un ser humano que mañana se puede ir a otra empresa, los jefes negocian  entre ellos y los gobiernos respiran aliviados. Decía  Saddam Hussein que un pueblo con  el estómago lleno no hace revoluciones. Hoy día parece que un pueblo con el circo exagerado no necesita revolucionar nada para conseguir pan. Basta con que nos muestren en televisión los primeros minutos de Neymar en París, cómo caga y se pasea en su nuevo buga.

La zombificación de la sociedad también está llegando a través del fútbol. Lo que era un pasatiempo se está convirtiendo en una máquina alienante de cerebros. Ya lo escribí en un artículo anterior en mi blog: cuando la gente común eleva plataformas para defender a Messis y a Cristianos encausados por defraudar dinero al fisco público, algo marcha rematadamente mal.

En los países subdesarrollados, siempre tendentes a las guerras y a la violencia, no se llega a apreciar del todo el carácter económico que posee esa violencia. Igualmente, en los paises desarrollados, carentes de guerras y revoluciones sangrientas, tampoco llegamos a apreciar el carácter violento que se esconde tras la economía.

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Y el fútbol está adquiriendo cada vez más tintes violentos. Quo vadis, fútbol?