El análisis contiene spoiler.

Reconozco que no soy un gran admirador de William Wyler. Si realizase una lista con mis 20 directores de cine preferidos de todos los tiempos, no estaría en ella. Ni siquiera estaría cerca de entrar. Pero sí que he de reconocerle a éste director, uno de los que mayor número de Oscars recibió en su categoría en una época en la que los Oscars no eran el hazmerreir en el que se han convertido en los últimos 30 años, que cuenta con un ramillete de films en su Curriculum a los que daría una nota de 7 u 8 sobre 10. La película que nos ocupa hoy es una de ellas.

Vacaciones en Roma pasará a la historia del cine por ser la película que convirtió en estrella a Audrey Hepburn; no era la primera película en la que la mítica actriz participaba, pero sí era el primer largometraje en el que gran parte del peso de la narración recaía en sus hombros, si bien compartiendo esa carga con su coprotagonista masculino Gregory Peck (los títulos de crédito iniciales arrancan, de hecho, con el famoso And Introducing que se usa para presentar a una estrella en ciernes en las películas).

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No obstante el gran peso que la presencia de la Hepburn posee en la etiqueta de film de culto con el que la película ha llegado a nuestros días, Vacaciones en Roma posee otras cualidades que no merecen caer en saco roto.

El film inicia presentándonos a Ana (Hepburn), la princesa de un ficticio país, durante una gira europea, donde debe asistir a desfiles militares, banquetes oficiales, entrevistas con la prensa y demás protocolos oficiales. Desde la primera escena, sentimos la incomodidad que esos interminables y estrictos programas le crean a través del dolor y la molestia que le causan esos zapatos que viste mientras va saludando a una retahíla de representantes políticos de otras naciones. Ana pierde momentáneamente el zapato, provocando el nerviosismo de sus consejeros y asistentes ante ese pecado cometido durante el acto protocolario.

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En la intimidad de su habitación, conocemos que entre los anhelos de Ana, se encuentra algo tan banal como poder dormir algún día en pijama, y no vestida con esos camisones de la realeza. Ana rompe seguidamente a llorar cuando su asistente le recuerda la agenda del día siguiente, otra jornada de ceremonias múltiples llenas de formalidad. En un intento de vivir durante algunas horas como las personas terrenales, Ana escapa de ese recinto vallado que se asemeja más a una cárcel para la realeza que a un hotel.

Ahí es donde entra Joe (Peck), periodista americano que está siguiendo profesionalmente todos esos protocolos políticos, y que se encuentra con la princesa por casualidad. Joe se da cuenta de inmediato de la exclusiva que tiene entre manos y que podría impulsar su carrera en el periódico, poniéndose manos a la obra. Empieza entonces una jornada donde los dos protagonistas esconden sus identidades profesionales al otro, mientras caminan y visitan los puntos más emblemáticos de Roma. El interés periodístico inicial de Joe se va desvaneciendo poco a poco, a medida que los dos personajes se van conociendo en ese ambiente de ocio y libertad, alejado de las etiquetas oficiales, donde sacan su verdadero yo a la superficie para acabar enamorándose.

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Es precisamente la química entre Audrey Hepburn y Gregory Peck el punto fuerte del film. La actriz muestra todo su potencial a base de sutiles gestos y miradas, que nos acercan a un personaje con ansias de libertad, un tipo de personaje por cierto, en el que Audrey Hepburn se especializaría en su carrera (Desayuno con diamantes), convirtiéndose a su vez en todo un símbolo seminal del feminismo cinematográfico. Gregory Peck, sólido como siempre, acierta a interpretar las diferentes etapas del arco dramático de su personaje: cínico al inicio,sensible y romántico al final.

Cierto es que los actores se apoyan en un gran guión del díscolo Dalton Trumbo, uno de los artistas principales que fueron víctimas de la repulsiva caza de brujas del mccarthysmo durante los años 50 por sus ideas de izquierdas.

Pero sin duda, lo mejor del film es ese clímax del que tanto han bebido otras comedias románticas (la maravillosa Notting Hill). Ese clímax en el que Audrey Hepburn descubre la verdadera identidad de Gregory Peck y el generoso gesto que éste ha realizado renunciando a su deber profesional por amor. Un clímax que ocurre sin prácticamente diálogos, a través de miradas que dicen mucho más que mil palabras. Un final en el que Hepburn y Peck vuelven a sus realidades y quehaceres cotidianos, tras 24 horas de vida desatada e idilio en Roma. Un culmen que rompe valientemente con los esquemas de la comedia romántica: chico conoce chica, chico pierde chica, chico recupera chica. 

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Vacaciones en Roma está lejos de ser una obra maestra. A momentos el film parece más un anuncio de publicidad caro y largo de la Ciudad Eterna que una película de cine, lo que lleva a secuencias con encuadres extrañísimos (como ese de Gregory Peck en el Viale del Policlinico o Muro de los deseos, donde vemos la nuca del actor en la parte baja izquierda del plano, con el Muro de los deseos copando la mayor parte del plano) que parecen más errores de cámara que otra cosa por estar más pendiente de los rincones de Roma que de los propios actores. Sin embargo, el film rezuma aire de clásico, de producto imperecedero y de culto. De cine de otros tiempos, de cuando lo comercial no estaba reñido con lo artístico. Sólo por ello, ya merece la pena revisitarla de cuando en cuando.

Endika Brea Berasategi