Tres colores: Rojo (1994) supuso el punto final al experimento-trilogía en torno a los colores de la bandera francesa y a sus significados simbólicos que llevó a cabo el realizador polaco Krysztow Kieslowski, centrándose en este caso en el rojo.
FRATERNITÉ
Y es que si algo abunda en Tres colores: Rojo es, precisamente, el color rojo. Toda la estética de la película está trabajada en función de la paleta cromática cálida, destacando por encima de todos ellos el rojo en sus distintas categorías, desde el rojo más brillante y pasional como el del cartel del anuncio de Valentine hasta el ocre otoñal de las hojas de los árboles de la entrada a la casa del ex juez Kern, creando así una asociación de ideas muchas veces con la etapa vital y el carácter de los personajes (el rojo más brillante, vivo de la dulce y joven Valentine; el rojo más otoñal, apagado del ya anciano y desencantado Kern).
El rojo es el color de la fraternidad según la asociación que se hace en los ideales franceses tras la revolución de 1789, que finiquitó el Antiguo Regimen y dió paso a la modernidad en Europa, con la burguesía como abanderada del cambio y de los nuevos tiempos. El film nos narra la historia de Valentine, una modelo que vive en Ginebra y que tras atropellar a una perra y salvarla (fraternidad), crea una relación con un viejo juez retirado que vive desencantado, espiando a sus vecinos a través de escuchas telefónicas. Entre ambos irá surgiendo una complicidad y una intimidad que les llevará a contarse los secretos y los problemas que habitan en su interior.
Tres colores: Rojo aprovecha también para elaborar un discurso sobre el azar de la vida y de sus situaciones. El film arranca con una llamada telefónica del celoso novio de Valentine, y a través de una movimiento de cámara, seguimos el trayecto del sonido que cruza innumerables cables, atraviesa el océano y llega al aparato receptor de nuestra protagonista, que no se encuentra en casa en ese momento. Esta sencilla secuencia nos ofrece una parábola sobre la interconexión de las personas por muy distantes y separadas que parezcan en un primer momento. Un anticipo de lo que ocurre a lo largo del film, en el que personajes y situaciones se entrecruzan, inconscientes de su importancia en el momento en el que ocurren, pero que sí tendrán en el futuro. Es muy revelador en este sentido las apariciones tanto de Valentine como de su vecino, el estudiante de juez, en segundo plano desde el punto de vista subjetivo de ambos,mirándose sin mirarse, sin dar importancia a una posible historia de amor en ciernes que nunca tendremos la oportunidad de comprobar que se consuma, pero que intuimos al final del film.
Pero sin duda la historia más emotiva en este círculo azaroso es el de la reencarnación del viejo juez desencantado de la vida tras un amor fraudulento que aprueba su examen de licenciatura por un (otro) golpe del destino, en la figura del joven juez que sí que tendrá un aparente final feliz en su historia de amor con la joven a la que tiene idealizada (Valentine). Es remarcable el juego simbólico que usa Kieslowski en su puesta en escena para desarrollar esta historia, con Madeleine expuesta en una publifotografía gigante sobre color rojo en carteles de la ciudad, que empequeñece en tamaño al propio juez cuando la observa (subrayando la idealización que un fantástico Jean Louis Trintignant siente por la muchacha) y el plano final de la TV de la propia Valentine una vez ha sido rescatada de un naufragio en la que es una de las pocas supervivientes y que asemeja sospechosamente en la forma a su citada fotografía de la publicidad.
TRES COLORES: ROJO cierra de manera magistral una trilogía ya de por sí extraordinaria y eleva a Kieslowski a la categoría de magna figura del cine europeo de finales del siglo XX, a reivindicar urgentemente.