Era el curso 92-93. Ikastola de Santa Ana (Berango). Era el año previo al traslado de ikastola (colegio): dejábamos Santa Ana para mudarnos a Santo Domingo de Guzmán, la ikastola central de Berango. Esa a la que ahora le han cambiado el nombre, de cuyo nuevo no quiero acordarme, como Cervantes.

Teníamos 7 años, camino de 8. Niños en plena infancia. Nuestra clase, la más pequeña de todas. 8 niños y una niña ( y la niña que venía de repetir curso, si no aquella clase parecía la mili). Nueva andereño (profesora). Se llamaba Adelaida. Y era la profesora de inglés de la ikastola de Berango. Con ella aprendimos aquel curso pequeñas cosas de inglés. Nos adelantamos un año, porque el sistema educativo de entonces marcaba que las clases de inglés comenzaban en 3º de EGB, y no en 2º, que es el nivel donde nos encontrábamos nosotros. Fue la primera vez en mi vida que rompíamos las leyes establecidas; el primer acto revolucionario, aunque sin banderas rojas. En nuestra defensa, debo decir que Adelaida sólo nos enseñó el nombre de los colores primarios y los números hasta el cien. Creo sinceramente que el Ministerio de Educación del Reino de España aplicará su bien conocida mano democrática y no nos llevará a la cárcel por esta transgresión educativa, ni que sea porque el tiempo para actuar jurídicamente contra nosotros ha prescrito y no hay retroactividad en ello.

¡Qué felices éramos con la andereño Adelaida! Y éramos tan niños que no entendíamos nada. Nos dedicábamos a excavar túneles subterráneos en la tierra en nuestras horas de recreo, con la intención de fugarnos de la ikastola y que nuestros nombres apareciesen en los libros de historia junto a los de Bonnie y Clyde. Queríamos emular a Steve McQueen y sus compañeros en LA GRAN EVASIÓN. La única diferencia era que en la ikastola de Santa Ana no había vallas ni cercados, sólo un recinto abierto del que uno se podía fugar cuando le viniese en gana. Con la sapiencia que me han dado los años, exploro nuestras mentes infantiles, y creo que el objetivo no era fugarse, sólo tener la ilusión de que nos podíamos fugar de aquellas prisiones en las que a uno le enseñaban a sumar y a restar a las que llamaban aulas. Queríamos tener la fantasía de que no sólo íbamos a fugarnos de aquellas torturas de aprendizajes matemáticos, si no que lo haríamos de manera heróica. Era divertido imaginarnos a las andereños como generales nazis. Como vigilantes de un campo de concentración en la que sólo faltaban los perros guardianes como elemento final de lo siniestro.

Y más campo de concentración nos pareció un viernes cualquiera de mediados de aquel curso, cuando nos enteramos de que Adelaida dejaba de ser nuestra andereño. Había estado cubriendo a la titular, a la que no conocíamos. En nuestras cabezas infantiles demandábamos alguna explicación de corte racional como, por ejemplo, que la realidad era que secuestraban a Adelaida por tratarnos bien y traían a una bruja para castigar nuestras insolencias bambinescas. Quizá por querer ser Steve McQueen. Cuando llegase el lunes, tendríamos una nueva andereño. Aquel viernes, muchos de mis compañeros lloraron porque se marchaba Adelaida. En realidad, no se marchaba. Volvía a su cometido original de dar clases de inglés en Santo Domingo de Guzmán, donde nos reencontraríamos con ella unos meses después en las clases de aprendizaje de la lengua de Margaret Thatcher, Winston Churchill y demás respetables y dignos demócratas protestantes (aunque protestaban poco y reprimían mucho).

Aquel viernes, nubes negras se cernían sobre nuestros horizontes infantiles. El Apocalipsis que la Biblia había anunciado 2000 años atrás ya había llegado. Y pronto empezó a circular la leyenda negra de los que nos esperaría desde el lunes: la nueva andereño pegaba a los niños, les estiraba de los pelos. Básicamente, faltó expandir el rumor de que se los llevaba a su casa de chocolate y se los comía crudos. Apenas pude conciliar el sueño aquel fin de semana. Desconozco quién filtró aquellos informes propagandísticos sobre nuestra nueva maestra a la que aún ni siquiera conocíamos. Supongo que algún miembro de la CIA para niños que llevaba a cabo acciones encubiertas por las ikastolas de la zona, para mantener a los niños en orden.

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Andereño Marian , sentada en el centro. El que esto escribe abajo, sentado a la derecha, disfrazado de la muerte.

Me angustiaba tanto de pensar en aquella mujer a la que yo ya había colocado los rasgos físicos de la bruja de los dibujos animados de Bugs Bunny, que yo también estallé en llanto aquella tarde del viernes, cuando estaba con mi madre. Ésta, con más experiencia que yo en la vida, trataba de calmarme en vano, contándome bondades sobre la bruja de Halloween que llegaría en vuelo chárter en una escoba Boeing 707, 60 horas después. La propaganda me había comido el tarro y vencía en el desigual duelo contra las razones de mi madre.

Recuerdo con nitidez la espera el lunes por la mañana de aquella aparición aterradora. Mis compañeros apenas hablaban, todos sentados. La bruja de Hansel y Gretel, el tiburón de Spielberg y muchos otros monstruos pasaron por mi mente. Pero allí, en aquella aula, lo que apareció fue un ser humano. Fue la primera vez que experimentaba el choque entre realidad y fantasía. Apareció una mujer de pelo rojo oscuro rizado, ojos pequeños, un poco encorvada y de unos 50 años de edad, que comía zanahorias crudas en mitad de las clases. Se llamaba María Ángeles Arellano. Para nosotros, pasaría a ser, simplemente, andereño Marian.

El terror inicial dio paso al escepticismo de quienes pensaban que llevarse bien con aquella mujer era traicionar a Adelaida; nuestra valentía había crecido cuando vimos que no nos enfrentábamos a una serpiente de dos cabezas. La ira poco a poco fue dando paso al respeto, imbuido por la cotidianeidad de su presencia; y el respeto llevó finalmente en pocas semanas al olvido de la leyenda negra, porque ni nos pegaba ni nos tiraba de los pelos. Y ello, llevó a la devoción por aquella santa mujer que sería nuestra profesora aquel y otros dos años más. La que más nos marcaría a mí y, creo, al resto de mis compañeros. Fue una prolongación educativa de nuestras madres. Diría más bien por su forma de comportarse, una prolongación de nuestras abuelas. Nos enseñó, nos educó, pero fue más allá de lo que habitualmente van las profesoras normales.

Dos detalles dan peso a esta afirmación:

  • El sábado 4 de junio de 1994, acudió a la Iglesia de Berango. Ese día, era el día de nuestra primera comunión. Y vino después de la ceremonia a darnos un beso a cada uno, cuando estábamos con nuestras familias. En su día libre, decidió estar a nuestro lado, en un día importante. Creo que esto habla de su calidad humana como mujer.
  • En un examen de ciencias que hicimos con ella en el curso del 94-95 (el último con ella), me fui angustiado porque tenía la sensación de haberlo hecho fatal. Me costó conciliar el sueño por la preocupación y acabé alarmando a mi madre cuando en mitad de la noche, sin poder aguantar la tensión, me levanté llorando. La autorresponsabilidad y la autoexigencia siempre fueron fieles compañeros en mi viaje vital. Mi madre trataba de calmarme haciéndome ver que no pasaba nada si suspendía. Al día siguiente, la nota: 8,75 sobre 10. Cuando mi madre se enteró casi me rompe la cara a tortazos, y fue a hablar con Marian. Al siguiente día, Marian me llevó aparte y comentó conmigo la situación. Fue la primera y última vez que un profesor me hacía ver que se podía fallar. Aquella mujer me enseñó que si uno estudiaba, no importaba suspender.

En un mundo miserable como en el que vivimos, en el que considero que son necesarios más profesores y menos jefes, en el que se educa para no pensar y para competir y aplastar al prójimo, aquella mujer me mostró que no pasa nada por fallar. Lo que cuenta es lo que uno hace en el camino. Si uno se esfuerza, no importa el resultado. Fue una educación de humanidad. Una lección de vida. Pero sobre todo, fue un detalle más de un ser humano excepcional. Uno de los mejores seres humanos que he conocido, al que la vida puso en mi camino durante dos años y medio.

En la película KARATE KID, el personaje de Miyagi, interpretado por Pat Morita decía que “no hay mal alumno, sólo mal maestro: maestro dice, alumno hace”. Marcelo Bielsa, al que tengo como un héroe moral porque es, precisamente, un profesor vital, me dijo una vez que para él lo más importante en la vida es el factor humano. Con todo aquello con lo que uno se enriquece mediante la absorción de lo que experimenta interactuando con las personas y el entorno en el que se encuentra.

Yo creo que ambas frases deben unirse. Para mí, un buen profesor es el que enseña a ser humano, y que el alumno, a cambio, debe aprender a ser autoresponsable, autoexigente, respetuoso con el entorno físico y humano y debe adaptar las enseñanzas de la generación anterior a su propio contexto histórico, para mejorar como ser humano.

Yo creo que todos los que nacimos en Berango en 1985 y estudiamos en euskera, tuvimos la suerte de tener a un gran ser humano que nos guió durante dos años y medio para ser mejores personas. Que lo hayamos conseguido, es mérito de ella. El que no lo hayamos conseguido, es culpa nuestra.

De cualquiera de las maneras, eskerrik asko andereño Marian.