Nuestro vuelo destino Dubrovnik está programada para primera hora de la mañana. Hemos dormido en un hotel vecino al aeropuerto de Fiumicino (Roma) adonde hemos llegado la noche anterior, provenientes de Palermo. El meteo en Dubrovnik anuncia una fuerte tormenta, con vientos muy fuertes, lluvia y relámpagos. Mi cara esboza una mueca y decido comprarme una botella de sambuca de 100 ml. en una tienda del aeropuerto para ir un poco revirado en el avión. El vuelo dura apenas una hora, ya que el avión tan sólo tiene que cruzar el Adriático. Roma-Dubrovnik es un trayecto muy corto. Sin embargo, partimos con una hora de retraso, debido al mal tiempo en nuestro punto de destino.

Efectivamente, tras despegar, a medida que vamos acercándonos a Dubrovnik y el piloto anuncia el inminente aterrizaje, la botella de Sambuca se va quedando vacía. El avión comienza a bailar, pero apenas me doy cuenta. Mi novia me cuenta luego que nunca lo ha pasado tan mal, pensaba que nos íbamos a estrellar contra las montañas que circundan el aeropuerto de la ciudad más famosa de la costa dálmata. A mí durante el aterrizaje me entra una risa tonta; cuanto más baila el avión más me río. Una borrachera como dios manda de sambuca, a las 10 de la mañana y sin desayunar. Pero no me arrepiento. Si hubiese estado sobrio, seguro que hubiese sufrido en el avión.

Llegamos, pues, a Dubrovnik. Tardamos una hora y media en llegar en el bus desde el aeropuerto hasta el centro de la ciudad, debido al tráfico. Primera señal de lo poco desarrolladas que están las carreteras fuera de la ciudad y también de lo masificado del lugar. Somos muchos los turistas que coincidiremos en esos días.

Tras recoger el coche que previamente habíamos reservado, nos dirigimos con él al hotel. Decidimos aparcarlo y hacer el trayecto al centro de la ciudad con el autbús público, previendo problemas para aparcar en el centro. Damos nuestra primera vuelta por Dubrovnik, por su casco histórico. En seguida llama la atención la belleza estética medieval del entorno. Pareciese que acabásemos de entrar en los decorados construidos para un film. Poco de realismo hay cuando uno mira a cualquier lado. Los colores rojo y blanco son los preeminentes en esta ciudad. El primero de ellos extendiéndose por toda el área urbana a través de los tejados de las casas. El blanco, por otra parte, como el color de las estructuras domésticas sobre las que descansan esos tejados.

14054008_10153877260918786_3460596791498894644_n.jpg
Rojo y blanco: los colores de Dubrovnik (Croacia)

Nos perdemos por el puerto, con unas vistas maravillosas hacia el Adriático. Y decidimos entrar en el museo de la Guerra, que nos han recomendado fervientemente. Es un museo de exposiciones fotográficas. Habitualmente, tienen una exposición permanente sobre el conflicto que asoló a la región de los Balcanes, a comienzos y mediados de los años 90 y otra exposición temporal. En el momento en el que nosotros la visitamos, el tema de ésta era la guerra en Siria. Un museo verdaderamente espectacular, y que no os arrepentiréis de visitar si vais algún día a Dubrovnik.

Por la tarde, decidimos descansar y aprovechar la otra parte buena de nuestra estancia: el hotel, que cuenta con playa privada. Allí nos relajamos del viaje, con un dolor de cabeza enorme debido a la resaca provocada por el Sambuca. Me baño por primera vez en mi vida en las aguas del Adriático y me llevo una gran sorpresa cuando descubro lo fría que está. No me lo esperaba, no había leído nada al respecto, no lo había pensado…

Tras una reponedora cena, con las magníficas sopas croatas como plato estelar, nos vamos a la cama. Al día siguiente será duro. Y es que vamos a cruzar una frontera. La de Montenegro. Pocas personas que conozco han tenido esta oportunidad, así que bien vale la pena. Nos dirigimos en coche a la Bahía de Kotor, a visitar la ciudad medieval de Kotor, anclada en un paraje inigualable. Cruzamos la frontera sin incidencias, incluso el agente aduanero hace una broma cuando ve nuestras nacionalidades: “Benvenuti!” nos dice en italiano, sonriendo. Nos sella los pasaportes y ya estamos en el país que vio nacer a Pedrag Mijatovic. La llegada a Kotor se hace un poco más larga de lo pensado, porque tenemos que circundar toda la bahía. En total unos 50 km. cuando en línea recta serían en torno a 7 u 8. El calor es asfixiante. Llegamos a la hora peor: mediodía. La cantidad de turistas con respecto a Dubrovnik no disminuye, aunque se ven muchos menos occidentales. Predominan los turcos, musulmanes de no se sabe qué países y, sobre todo, serbios de otros puntos del país. En la empinada y pedregosa montaña situada detrás de la ciudad, vemos en lo alto cantidad de turistas que se acercan a la ciudadela, pero optamos por no ir, para que la vuelta no se nos haga tarde y también porque hace un sol de justicia. 35º para ponerse a subir una pendiente sin sombras para ser protegidos. Las calles medievales de Kotor, construidas a base de piedra, es patrimonio de la Humanidad, y da gusto perderse por allí, pararse a tomar un refresco o comer en alguno de sus múltiples restaurantes y visitar alguna de sus iglesias. Es la primera vez que entro en una Iglesia Ortodoxa, y choca la diferencia arquitectónica con respecto a las iglesias católicas. El olor a incienso es agobiante.

14100425_10153877463098786_8346029725540945453_n.jpg
La espléndida bahía de Kotor (Montenegro)

Leyendo un libro sobre la historia de la ciudad en un rincón, siento una picadura de un moscón en mi brazo, que me provocará una hinchazón en mi brazo derecho para la próxima semana.

Paseamos también por el puerto, con vistas a su bahía donde se alzan dos islotes que cuentan con una iglesia cada una como único elemento: Sveti Djordje y Gospa od Skrpjela.. La calidad de vida en Montenegro es inferior respecto a Dubrovnik y, de hecho, las compras en Montenegro nos resultan muy baratas. Un último dato que nos llama la atención de Kotor es la cantidad de gatos que hay en la ciudad. De hecho la villa cuenta con su propio museo del gato. Y las tiendas de souvenirs cuentan con muchísimos objetos con referencia a los gatos. Desde luego, Kotor es el paraíso gatuno.

De vuelta en Dubrovnik, aprovechamos nuestro último día en la ciudad para recorrer las murallas, que ofrecen unas vistas espectaculares y bellísimas tanto de dentro como de fuera de la ciudad. Externamente, el Adriático se extiende con ese azul profundo tan característico.

Llega el momento de dejar atrás la bellísima aunque masificada Dubrovnik y cogemos el coche para cruzar otra frontera, la de Bosnia, donde permaneceremos dos días. Para mí, la estancia en Bosnia-Herzegovina es el plato fuerte del Tour.

La cosa, empero, empieza de forma accidentada. El GPS nos manda por una carretera montañosa sin asfaltar que acaba dando a un pequeño puesto fronterizo y en el que parece no haber nadie. Mi novia, saltándose toda ley internacional de fronteras, me pide que levante la barrera y prosigamos. Le digo que nada de eso, que nos convertimos en criminales si lo hacemos. De repente, de la nada aparece un agente de frontera, de una apariencia siniestra, agarrándose la pistola del cinturón. Asustados, sólo acertamos a decir en inglés que queremos ir a Mostar. El aduanero no entiende la lengua de Shakespeare, pero entiende Mostar y nos dice: “No, No Mostar”; nos hace signos para dar la vuelta y añade: “Neum, after Frontier”. Yo, que soy un enamorado de los mapas y me he estudiado la geografía de la región, entiendo el mensaje: debemos ir al pueblo de Neum y de allí, cruzar posteriormente la frontera.

Volvemos atrás con el susto en el cuerpo de aquellas carreteras perdidas en las montañas, y nos dirigimos a Neum y poco después, cruzamos la frontera. Ya estamos en Bosnia-Herzegovina. Quedan 60 km. para llegar a nuestro destino inicial en el país: Mostar, capital de la Herzegovina.

Durante el trayecto, llegamos a Pocitelj y decidimos hacer una visita a la pequeña población medieval. Allí vemos la primera mezquita de un Estado con mayoría musulmana. El pedregoso pueblo de Pocitelj nos abre el apetito de más Bosnia-Herzegovina.

Ya llegados a Mostar, nos relajamos y nos pulimos del agobiante calor en el hotel (la spa va incluída) y a media tarde recorremos Mostar, desde su casco antiguo. Impresiona su belleza, desde el bazar otomano típico del país, hasta su famoso puente sobre el río Neretva (el Stari Most). Enseguida se entiende por qué es Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.

14034945_10153880547278786_7919886946868398736_n
Stari Most (Mostar, Bosnia-Herzegovina)

Contemplamos el Hotel Neretva, siniestro edificio cuyo esqueleto permanece en pie, de manera fantasmal, recordándonos lo que pasó por estos lares hace algo más de 20 años. Los agujeros de proyectiles aún se ven en muchos edificios, como también en Sarajevo.

Nos han recomendado probar el cevapi, plato típico bosnio, y hacerlo en la taberna de Tima-Irma, donde la tal Irma tiene fama de ser majísima, por lo que todos nos dicen. El cevapi nos encanta y cuando nos traen la cuenta, no damos crédito: hemos pagado por todo ¡8 euros! o para nosotros, 6 libras. Para hacerse una idea, en Londres dos cafés normales cuestan tanto como nos costó toda una cena suculenta para dos, bebidas incluídas. Por si fuera poco, Irma, haciendo gala de su fama, nos regala una cerveza típica de Mostar: la Mostarsko. Irma es el máximo exponente de lo que nos encontramos en el país: la amabilidad de los bosnios.

14141704_10153880547723786_7924812294555057940_n.jpg
El fantasmal Hotel Neretva (Mostar, Bosnia-Herzegovina)

De noche, disfrutamos de la belleza de la ciudad iluminada y le digo a mi novia: “Por primera vez en mi vida, me siento lejos de casa”. Pero no lo digo de manera negativa. Me he acostumbrado a viajar tanto, pero la cultura bosnia es la primera que me choca al contraste.

Por la mañana, salimos hacia el siguiente objetivo del Tour, siguiendo el río Neretva: la capital, Sarajevo. Tras descansar un poco en el hotel, comenzamos la visita. Nuestro hotel está en el centro, a escasos pasos del Bazar y del monumento más característico de Sarajevo: el Sebilj Brunnen.

De allí vamos a la Plaza de la Tolerancia, un homenaje a las víctimas de la xenofobia y el racismo. En esta plaza se encuentra un gigante ajedrez en el que siempre hay gente que juega, moviendo sus enormes piezas. Es otro de los elementos llamativos de la ciudad, junto al Puente Latino.

Ya oscureciendo, quiero probar como fanático del café, el llamado café bosnio. Nos acercamos al pub más bonito de la ciudad: el Zlatna Ribica, con ese aire bohemio, que contrasta en un entorno musulmán.

Tras degustar este maravilloso café, servido en vajilla otomana y de un sabor dulce pero fuerte, vamos a cenar y a seguir degustando una gastronomía que siempre llevaré en el recuerdo. Toca probar ahora el hojaldre relleno de carne que llaman Börek y ya que estamos, el plato nacional serbio: Pljeskavica. Simplemente, delicioso.

Por la mañana hacemos el Tour gratuito de la ciudad caminando, con el guía llamado Neno, simpático descendiente de serbio y musulmana, que se considera a sí mismo agnóstico, y que nos introduce a la ciudad y a la cultura bosnia desde una visión personal. Es de mi edad, así que nos cuenta de primera mano anécdotas de la guerra, que la vivió cuando era niño. Nos lleva al lugar exacto donde Gavrilo Princip asesinó al archiduque Francisco Fernando, dando inicio a la I Guerra Mundial. Un grande Neno.

14034927_10153883350318786_7648088709750056166_n.jpg

Llega la hora de decir adiós a un país que se ha convertido en uno de mis favoritos y al que espero volver algún día: Bosnia-Herzegovina. Si alguien busca un lugar al que ir, disfrutar y visitar, no lo dudéis. Id allá, que la gente y el lugar merecen la pena.

Siguiente (y última) parada: Split. El trayecto más largo del viaje nos espera, es éste Sarajevo-Split. Más de 400 km. de carreteras estrechas por delante. Y de nuevo, el GPS que nos gasta otra broma pesada: nos introduce 25 km. montañas adentro, ante nuestra congoja de vernos aislados del mundo y ante una posible avería del coche como una realidad cada vez más tangible debido al mal estado de las carreteras, para acabar en un punto en el que la carretera está en construcción.

Debemos volver y decidimos que lo mejor es desandar lo andado: Sarajevo-Mostar-Frontera de Croacia- Split. Más vale camino largo conocido que…

El viaje es pesado pero cuando llegamos a la frontera, estamos tan aliviados que comenzamos a reir histéricamente con el agente de fronteras bosnio, que se parte de la risa al explicarle de dónde venimos y adónde vamos. Nos dice: “Slowly, slowly (despacio, despacio) you will arrive (llegaréis)”. Es la última muestra de la amabilidad de un pueblo extraordinario: el bosnio.

Al fin (no lo podemos creer) llegamos a Split, en plena noche. El viaje desde Sarajevo ha sido una odisea. En Split, la fatiga de tanto viaje comienza a pasar factura, y decidimos pasar los dos días que tenemos allí relajados. El contraste de esta ciudad con Bosnia pronto se deja sentir: vuelve el carácter revoltoso de los latinos y la masificación turística que tan poco me gusta.

Visitamos el Palacio de Diocleciano, uno de los últimos emperadores romanos, natural de Dalmacia, y nos perdemos por las pequeñas calles de piedra de la ciudad. De hecho, puede decirse que si hay un elemento paisajístico y arquitectónico en este viaje, es precisamente, la piedra.

14102716_10153890679868786_590573184024567728_n.jpg
Palacio de Diocleciano (Split, Croacia)

Y tras dos días de relax en Split, llega la hora de volver a Londres. No sin volver la vista atrás, y sentir que como con cada viaje, algo ha cambiado dentro de mí. Nuevas enseñanzas adquiridas, nuevas experiencias, nuevos recuerdos. Al final la vida, es eso. Y al recordar estas experiencias, no puedo más que pensar: ¡Gloria eterna a los Balcanes!